viernes, 23 de marzo de 2018

Malka


Sé la hora que es, pero no exactamente.  El reloj de la pieza atrasa.  O adelanta.  No sé la hora pero debe ser muy temprano.  La luz es débil en mi habitación, se cuela por las tablas de la persiana que hace tiempo está incompleta. Desde donde estoy, recostada, se distingue el ventilador blanco de techo detenido, vigilándome, y poco más.  Podría ver todo el resto de las cosas: la mesita de luz con mis anteojos y mi pañuelo de seda, el ropero, el televisor, el aparador.  Pero por el momento es difícil moverme y tampoco quiero hacerlo.  Es un acto de rebeldía, a mi modo.  En cuanto al ventilador, puede que sepa bien poco lo que yo vaya a hacer, tal vez al ventilador le importe bien poco.  Pero me desperté con un chucho, con un estremecimiento que me recorrió toda la espalda y me recordó el dolor lumbar y que de madrugada el aire está cambiado y mi cuerpo no está preparado para esos cambios. Me desperté ahora pero seguro también a las 4 para ir al baño y a las 5, de nuevo, para llevarme una taza de leche caliente de la cocina.  En general, me cuesta dormir de un tirón. Me acuerdo haber estado soñando y que esos sueños me despertaron definitivamente.  Algo relacionado con Darío, pero no sé si él estaba conmigo porque yo no me recuerdo en el sueño.  Veo, sí, su cara, unos ojos grises, una sonrisa enmarcada en sus bigotes finos bien prolijitos.  Pero a Darío lo veo con la imagen que él tenía cuando tenía unos 50 y estaba bien; en su apogeo, y nosotros festejábamos nuestro aniversario de casados, las bodas de plata, creo y él estaba vestido para la ocasión, con la corbata de rayas que tanto me gustaba.  En el sueño él no estaba de festejo ni con una ropa especial: solamente recorría una habitación que no era la nuestra y se sentaba y se paraba, parecía preocupado.  Ahora casi despierta, lo recuerdo en nuestro aniversario, invitándome a comer y destapando un champagne y hasta me queda el ruido del corcho resonando en los oídos.  Pero, no sé como yo no estaba en el sueño junto a él, (me retuerzo las manos), si el sueño era mío, después de todo.  Tampoco entiendo –a veces no entiendo- por qué él tampoco está acá, despertando conmigo.  Nunca nos contábamos los sueños, él decía que era malo para soñar, yo siempre fui buena en eso.  Últimamente, se me confunden las cosas, me cuesta recordar, me muerdo los labios. Me pregunta mi hijo por teléfono qué estoy haciendo y le digo leyendo, me pregunta qué estoy leyendo y le digo: no sé.  El se enoja, pero yo realmente no estaba leyendo y no sé por qué le dije eso.  Es como si necesitara darle una respuesta y él necesitara preguntarme.  Total, qué voy a estar haciendo en casa todo el día: comer, bañarme, tomar los remedios (mañana/tarde/noche, tres tomas), revisar mis uñas, leer un poco, ver la televisión, matar el tiempo.  Ahora no me dejan salir mucho porque dicen que es peligroso.  Yo supe hace poco de Emilia que se cayó en la calle, no se quebró la cadera de milagro.  Aún así, estuvo postrada y necesitó alguien que la cuide todo el santo día.  Los dolores eran horribles (me siento en la cama).  A mí me asustan los dolores.  Yo no quiero molestar mientras pueda evitarlo, por eso no quiero arriesgarme con mis piernas flojas. Se puede matar el tiempo sin matarse una.  A mí también me da miedo, los dolores, las baldosas. Lo de la conversación con mi hijo fue ayer o el día anterior o el martes.  El que me llamó fue Ernesto que se comunica por las tardes, al regreso del trabajo, porque Claudio llama sólo los sábados, entre 9 y 10 de la mañana.  A veces, espero para desayunar para hablar bien con Claudio porque no quiero atragantarme con una tostada ni que se escuche por el teléfono el ruido que hago al masticar.  Hablé con Ernesto pero ayer no fue martes, fue lunes porque explicaron que el paro iba a ser ese día, lunes 22, aunque a mí no me afectó porque no salí a la calle. Pero el paro fue masivo; todos contra el gobierno, todos gritando y marchando y da miedo tanta gente y tanta necesidad.  Yo también debo estar de paro, me digo y me causa gracia.  Tal vez tenga que recordar esto para decírselo a Ernesto.  Le va a gustar que yo le haga un chiste.  Hace mucho que él no me cuenta ninguno a mí.  Hace mucho que no sé de él más que los viajes que le mandó la empresa y los souvenirs que me trae cuando vuelve y que yo pongo en el estante de arriba.  Por suerte, lo consideran bien; lo bien que le va.  Es abogado pero no de los que litigan, me dice Ernesto. No me cuenta mucho de sus cosas. Tampoco de Santiaguito, ni de Diego, ni de su novia, que la ví una vez en la vida, una noche de Año Nuevo que me invitaron pero que se armó flor de discusión.  La novia es bien bonita aunque poca cosa.  Debe tener unos años menos que Ernesto, diez o doce.  De los chicos, siempre dice, están ocupados, estudiando, mamá, qué querés que te cuente.  Yo sé que son muy estudiosos, no como Darío, el abuelo, que se recibió de vago porque le gustaba mucho la música y cantar boleros.  No le gustaba el estudio pero qué voz la de Darío, cómo seducía con esa garganta aterciopelada y salvaje y el bigotito, tan distinguido.  A veces, lo veo en la foto del Círculo Social y Deportivo, lo miro en la foto con sus amigos, después de salir del milésimo baile.  En la foto no aparecen otras chicas, era de cuando era soltero y no tenía novia fija.  Lo veo a Darío y me enamoro de nuevo.  Me levanto de la cama con esa repetición en la mente: me enamoro de nuevo.  Y luego tomo la pastilla y me preparo el mate cocido, pensando que es martes y falta que pase toda la semana, prácticamente.



Fabián Man
Nací en Noviembre de 1964 en Capital Federal, un mediodía que prefiero olvidar.  Invoco mi trabajo como AFIP como excusa para incursionar en la literatura de ficción.  Alterno textos de contenido satírico con algunos más “serios”, por pedido expreso de mis compañeros pero también como una forma de encontrarme a mí mismo, alguna vez.

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